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Encíclica Immortale
Dei del papa León XIII sobre la
constitución cristiana del Estado, 1
de noviembre de 1885
1. Obra inmortal de
Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud
de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la
felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan
señalados bienes, aun en la misma esfera de las cosas temporales,
que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el
primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la
felicidad de la vida presente. Dondequiera que la Iglesia ha
penetrado, ha hecho cambiar al punto el estado de las cosas. Ha
informado las costumbres con virtudes desconocidas hasta entonces
y ha implantado en la sociedad civil una nueva
civilización. Los pueblos que recibieron esta
civilización superaron a los demás por su equilíbrio, por su
equidad y por las glorias de su historia. No obstante, una muy
antigua y repetida acusación calumniosa afirma que la Iglesia es
enemiga del Estado y que es nula su capacidad para promover el
bienestar y la gloria que lícita y naturalmente apetece toda
sociedad bien constituida. Desde el principio de la Iglesia los
cristianos fueron perseguidos con calumnias muy parecidas. Blanco
del odio y de la malevolencia, los cristianos eran considerados
como enemigos del Imperio. En aquella época el vulgo solía
atribuir al cristianismo la culpa de todas las calamidades que
afligían a la república, no echando de ver que era Dios,
vengador de los crímenes, quien castigaba justamente a los
pecadores.
La atrocidad de esta
calumnia armó y aguzó, no sin motivo, la pluma de San Agustín.
En varias de sus obras, especialmente en La ciudad de
Dios, demostró con tanta claridad la eficacia de la
filosofía cristiana en sus relaciones con el Estado, que no
sólo realizó una cabal apología de la cristiandad
de su tiempo, sino que obtuvo también un triunfo definitivo
sobre las acusaciones falsas. No descansó, sin embargo, la
fiebre funesta de estas quejas y falsas recriminaciones. Son
muchos los que se han empeñado en buscar la norma
constitucional de la vida política al margen de las doctrinas
aprobadas por la Iglesia católica. Últimamente, el
llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los
tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha
comenzado a prevalecer por todas partes. Pero, a pesar de los
muchos intentos realizados, la realidad es que no se ha
encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema
superior al que brota espontáneamente de la doctrina del
Evangelio.
Nos juzgamos, pues,
de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico
comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales
acerca del Estado. Nos confiamos que la verdad disipará con su
resplandor todos los motivos de error y de duda. Todos podrán
ver con facilidad las normas supremas que, como norma
práctica de vida, deben seguir y obedecer.
I. EL DERECHO
CONSTITUCIONAL CATÓLICO
Autoridad,
Estado
2. No es
dificil determinar el carácter y la forma que tendrá
la sociedad política cuando la filosofía cristiana gobierne el
Estado. El hombre está ordenado por la Naturaleza a
vivir en comunidad política. El hombre no puede
procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la
utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a
la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios
ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y
asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la
cual es la única que puede proporcionarle la perfecta
suficiencia para la vida.
Ahora bien: ninguna
sociedad puede conservarse sin un jefe supremo
que mueva a todos y cada uno con un mismo
impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es
necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad
que, como la misma sociedad, surge y deriva de
la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor.
De donde se sigue que el poder público, en sí
mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el
verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de
someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos
los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este
derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. «No
hay autoridad sino por Dios» (1 Rom 13,1). Por otra parte, el derecho de mandar
no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno.
La elección de una u otra forma política es posible y lícita,
con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la
utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los
jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios,
supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma
en el gobierno del Estado. Porque así como en el mundo
visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas
podamos ver reflejadas de alguna manera la naturaleza y la
acción divinas y para que conduzcan al fin hacia el cual tiende
todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la
sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen
como una imagen del poder y de la providencia que Dios tiene
sobre el género humano.
Por tanto, el poder
debe ser justo, no despótico, sino paterno,
porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está
unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de
ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única
razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el
bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la
autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está
constituida para el bien común de la totalidad social. Si las
autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en
abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los
intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha
cuenta a Dios. Y esta cuenta será tanto más rigurosa
cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la dignidad
que hayan poseído. A los poderosos amenaza poderosa inquisición
(2). De esta manera, la majestad del poder se verá acompañada
por la reverencia honrosa que de buen grado le prestarán los
ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes tienen su
autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a
aceptar con docilidad los mandatos de los gobernantes y a
prestarles obediencia y fidelidad, con un sentimiento parecido
a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos
habéis de estar sometidos a las autoridades superiores» (3 Rom 13,1). Despreciar el poder
legítimo, sea el que sea el titular del poder, es tan ilícito
como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten a
la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de
su propia perdición. «Quien resiste a la autoridad resiste a la
disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí
la condenación» (4 Rom
13,2). Por tanto,
quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la
fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad,
no solamente humana, sino también divina.
El culto
público
3. Constituido sobre
estos principios, es evidente que el Estado
tiene el deber de cumplir por medio del culto público las
numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La
razón natural, que manda a cada hombre dar
culto a Dios piadosa y santamente, porque de El
dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver,
impone la misma obligación a la sociedad civil.
Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven
unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad,
por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar
gracias a Dios, a quien debe su existencia, su
conservación y la ínnumerable abundancia de sus bienes. Por
esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los
propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar
con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno
prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos
e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los
Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no
existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil,
ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión
entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta
obligación de admitir el culto divino en la forma con que el
mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto,
obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de
Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la
obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia,
ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea
contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por
los gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los
hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin
último y supremo, al que debemos referir todos nuestros
propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil
brevedad de esta vida. Si, pues, de este sumo bien depende la
felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es
clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de
los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más
importante. Por tanto, es necesario que el Estado, establecido
para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública,
proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas
las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel
bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. La primera y
principal de todas ellas consiste en procurar una inviolable y
santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre
con Dios.
4. Todo hombre de
juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la religión
verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el
cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros,
la rápida propagación de la fe, aun en medio de poderes
enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los
mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única
religión verdadera es aquella que Jesucristo en persona
instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y para
propagarla por todo el tiempo.
5. El Hijo
unigénito de Dios ha establecido en la tierra una sociedad que
se llama la Iglesia. A ésta transmitió, para continuarla a
través de toda la Historia, la excelsa misión divina, que El en
persona había recibido de su Padre. «Como me envió mi Padre,
así os envío yo»(5). «Yo estaré con vosotros siempre hasta
la consumación del mundo»(6). Y asi como Jesucristo vino a la
tierra para que los hombres tengan vida, y la tengan
abundantemente(7), de la misma manera el fin que se propone la
Iglesia es la salvación eterna de las almas. Y así, por su
propia naturaleza, la Iglesia se extiende a toda la universalidad
del género humano, sin quedar circunscrita por límite alguno de
tiempo o de lugar. Predicad el Evangelio a toda criatura(8).
Dios mismo ha dado a
esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para
gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el Jefe supremo
de todos y Maestro máximo e infalible de la verdad, al cual
entregó las llaves del reino de los cielos. «Yo te daré las
llaves del reino de los cielos»(9). «Apacienta mis corderos...,
apacienta mis ovejas»(10). «Yo he rogado por ti, para que no
desfallezca tu fe»(11). Esta sociedad, aunque está compuesta
por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a
que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin,
es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de
la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una
sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí
misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su
Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y
acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más
noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda
otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar
sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles
una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles
tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste,
de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y
en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes...,
enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»(12). Y
en otro texto: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia»(13).
Y todavía: «Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros
a perfecta obediencia»(14). Y aún más: «Emplee yo con
severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar,
no para destruir»(15).
Por tanto, no es el
Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la
patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar
y definir en las cosas tocantes a la religión, de enseñar a
todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del
cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según
su propio criterio, con libertad y sin trabas. La Iglesia no ha
cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer públicamente
esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta,
atacada desde hace mucho tiempo por una filosofia aduladora de
los poderes políticos. Han sido los apóstoles los primeros en
defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían
predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con
firmeza: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»(16).
Los Santos Padres se consagraron a defender esta misma autoridad,
con razonamientos sólidos, cuando se les presentó ocasión para
ello. Los Romanos Pontífices, por su parte, con invicta
constancia de ánimo, no han cesado jamás de reivindicar esta
autoridad frente a los agresores de ella. Más aún: los mismos
príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho
y de derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con
un legítimo poder soberano, ya por medios de convenios y
concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya
con el mutuo intercambio de otros buenos oficios. Y hay que
reconocer una singular providencia de Dios en el hecho de que
esta suprema potestad de la Iglesia llegara a encontrar en el
poder civil la defensa más segura de su propia independencia.
Dos sociedades,
dos poderes
6. Dios ha repartido,
por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el
poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico,
puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil,
encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son
soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de
ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin
próximo. De donde resulta una como esfera determinada, dentro de
la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad.
Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno
mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto
pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y
jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de
uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de
composición entre las actividades respectivas de uno y otro
poder. «Las [autoridades] que hay, por Dios han sido ordenadas»(17).
Si así no fuese, sobrevendrían frecuentes motivos de
lamentables conflictos, y muchas veces quedaría el hombre
dudando, como el caminante ante una encrucijada, sin saber qué
camino elegir, al verse solicitado por los mandatos contrarios de
dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin pecado, dejar
de obedecer. Esta situación es totalmente contraria a la
sabiduría y a la bondad de Dios, quien incluso en el mundo
físico, de tan evidente inferioridad, ha equilibrado entre sí
las fuerzas y las causas naturales con tan concertada moderación
y maravillosa armonía, que ni las unas impiden a las otras ni
dejan todas de concurrir con exacta adecuación al fin total al
que tiende el universo.
Es necesario, por
tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación
unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre
entre el alma y el cuerpo. Para determinar la esencia y la medida
de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino
que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes,
teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines
respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal
el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en
cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que
de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que
pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea
por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está
referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia.
Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en
cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden
sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No
obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las
que puede convenir otro género de concordia que asegure la paz y
libertad de entrambas potestades; por ejemplo, cuando los
gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución
para un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha
dado pruebas numerosas de su bondad maternal, usando la mayor
indulgencia y condescendencia posibles.
Ventajas de
esta concepción
7. Esta que
sumariamente dejamos trazada es la concepción cristiana del
Estado. Concepción no elaborada temerariamente y por capricho,
sino constituida sobre los supremos y más exactos principios,
confirmados por la misma razón natural.
8. La constitución
del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la
verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de
mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario,
los engrandece y consolida.
Si se examina a
fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran
perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos.
Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada
uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia
y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la
obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la
constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo
humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente.
Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos
inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes
divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son
definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado
con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso
incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la
patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este
camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe
también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para
obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes
necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica
encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno
e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son
regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer
es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el
modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada
de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por
último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y
a la educacíón de la prole.
En la esfera
política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son
dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino
por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes
queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y
frenada para que ni se aparte de la justicia ní degenere en
abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como
compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es
esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de
Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto
como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los
ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad
de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad
pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa
de la constitución del Estado.
Se imponen también
como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad.
No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al
mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen:
todos los grandes bienes con que la religión cristiana enriquece
abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres
quedan asegurados a la comunidad y al Estado. De donde se
desprende la evidencia de aquella sentencia: «El destino del
Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél
existe un estrecho e íntimo parentesco»(18).
En numerosos pasajes
de sus obras San Agustín ha subrayado con su elocuencia
acostumbrada el valor de los bienes, sobre todo cuando, hablando
con la Iglesia católica, le dice: «Tú instruyes y enseñas con
sencillez a los niños, con energía a los jóvenes, con calma a
los ancianos, según la edad de cada uno, no sólo del cuerpo,
sino también del espíritu. Tú sometes la mujer a su marido con
casta y fiel obediencia, no para satisfacer la pasión, sino para
propagar la prole y para la unión familiar. Tú antepones el
marido a la mujer, no para afrenta del sexo más débil, sino
para demostración de un amor leal. Tú sometes los hijos a los
padres, pero salvando la libertad de aquéllos. Tú colocas a los
padres sobre los hijos para que gobiernen a éstos amorosa y
tiernamente. Tú unes a ciudades con ciudades, pueblos con
pueblos; en una palabra: vinculas a todos los hombres, con el
recuerdo de unos mismos padres, no sólo con un vínculo social,
sino incluso con los lazos de la fraternidad. Tú enseñas a los
reyes a mirar por el bien de los pueblos, tú adviertes a los
pueblos que presten obediencia a los reyes. Tú enseñas con
cuidado a quién es debido el honor, a quién el efecto, a quién
la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién
el aviso, a quién la exhortación, a quién la corrección, a
quién la reprensión, a quién el castigo, manifestando al mismo
tiempo que no todos tienen los mismos derechos, pero que a todos
se debe la caridad y que a nadie puede hacérsele injuria»(19).
En otro pasaje el
santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos:
«Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva al Estado,
que nos presenten un ejército con soldados tales como la
doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del
fisco tales como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez
que nos los hayan dado, atrévanse a decir que tal doctrina se
opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de
reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado»(20).
9. Hubo un tiempo en
que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella
época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud
divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en
la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y
relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se
veia colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde
y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de
los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El
sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y
amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el
Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía
subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en
innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora
habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la
Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de
la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si
rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado
el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y
guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo
cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha
procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus
más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan
numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de
los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una
enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró
siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz
auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también
hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes
se hubiera conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente
mayores bienes si el poder civil hubiese obedecido con mayor
fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a los
consejos de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres
escribió al papa Pascual II merecen ser consideradas como
formulación de una ley imprescindible: «Cuando el imperio y el
sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado
y la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos
la discordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que
incluso las mismas grandes instituciones perecen miserablemente»(21)
.
II. EL DERECHO
CONSTITUCIONAL MODERNO
Principios
fundamentales
10. Sin embargo, el
pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo
XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana,
vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de
ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A
esta fuente hay que remontar el origen de los príncipios
modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran
revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento
de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y
contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho
cristiano, sino incluso también al derecho natural.
El principio supremo
de este derecho nuevo es el siguiente: todos los hombres, de la
misma manera que son semejantes en su naturaleza específica, son
iguales también en la vida práctica. Cada hombre es de tal
manera dueño de sí mismo, que por ningún concepto está
sometido a la autoridad de otro. Puede pensar libremente lo que
quiera y obrar lo que se le antoje en cualquier materia. Nadie
tiene derecho a mandar sobre los demás. En una sociedad fundada
sobre estos principios, la autoridad no es otra cosa que la
voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es
también el único que puede mandarse a sí mismo. Es el pueblo
el que elige las personas a las que se ha de someter. Pero lo
hace de tal manera que traspasa a éstas no tanto el derecho de
mandar cuanto una delegación para mandar, y aun ésta sólo para
ser ejercida en su nombre.
Queda en silencio el
dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del
género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados,
no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un
poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para
gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es
evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y
gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en
sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue
lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por
ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni
deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni
elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que
concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal
que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se
sigue también de estos principios que en materia religiosa todo
queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada
individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si
ninguna le agrada. De aquí nacen una libertad ilimitada de
conciencia, una libertad absoluta de cultos, una libertad total
de pensamiento y una libertad desmedida de expresión(22).
Crítica de
este derecho constitucional nuevo
11. Es fácil de ver
la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el
Estado se apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados.
Porque cuando la política práctica se ajusta a estas doctrinas,
se da a la Iglesia en el Estado un lugar igual, o quizás
inferior, al de otras sociedades distintas de ella. No se tienen
en cuenta para nada las leyes eclesiásticas, y la Iglesia, que
por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas las
gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación
pública de los ciudadanos. En las mismas materias que son de
competencia mixta, las autoridades del Estado establecen por sí
mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la
sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así,
colocan bajo su jurisdicción el matrimonio cristiano, legislando
incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad;
privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el
derecho de propiedad; tratan, finalmente, a la Iglesia como si la
Iglesia no tuviera la naturaleza y los derechos de una sociedad
perfecta y como si fuere meramente una asociación parecida a las
demás asociaciones reconocidas por el Estado. Por esto, afirman
que, si la Iglesia tiene algún derecho o alguna facultad
legítima para obrar, lo debe al favor y a las concesiones de las
autoridades del Estado. Si en un Estado la legislación civil
deja a la Iglesia una esfera de autonomía jurídica y existe
entre ambos poderes algún concordato, se apresuran a proclamar
que es necesario separar los asuntos de la Iglesia de los asuntos
del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente
contra el pacto convenido, y, eliminados así todos los
obstáculos, quedar las autoridades civiles como árbitros
absolutos de todo. Pero como la Iglesia no puede tolerar estas
pretensiones, porque ello equivaldría al abandono de los más
santos y más graves deberes, y, por otra parte, la Iglesia exige
que el concordato se cumpla con entera fidelidad, surgen
frecuentemente conflictos entre el poder sagrado y el poder civil,
cuyo resultado final suele ser que sucumba la parte más débil
en fuerzas humanas ante la parte más fuerte.
12. Así, en la
situación política que muchos preconizan actualmente existe una
tendencia en las ideas y en la acción a excluir por completo a
la Iglesia de la sociedad o a tenerla sujeta y encadenada al
Estado. A este fin va dirigida la mayor parte de las medidas
tomadas por los gobiernos. La legislación, la administración
pública del Estado, la educación laica de la juventud, el
despojo y la supresión de las Órdenes religiosas, la
destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, no
tienen otra finalidad que quebrantar la fuerza de las
instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia
católica y suprimir todos sus derechos.
13. La sola razón
natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la
constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda
autoridad, sea la que sea, proviene de Dios como de suprema y
augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según aquéllas,
reside por derecho natural en la muchedumbre independizada
totalmente de Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar
y encender innumerables pasiones, carece de todo fundamento
sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad
pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas
teorías las cosas han llegado a tal punto que muchos admiten
como una norma de la vida política la legitimidad del derecho a
la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los
gobernantes meros delegadas, encargados de ejecutar la voluntad
del pueblo, es necesario que todo cambie al compás de la
voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve
libre del temor de la revoluciones.
14. En materia
religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun
contrarias, son todas iguales, equivale a confesar que no se
quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas. Esta actitud, si
nominalmente difiere del ateísmo, en realidad se identifica con
él. Los que creen en la existencia de Dios, si quieren ser
consecuentes consigo mismos y no caer en un absurdo, han de
comprender necesariamente que las formas usuales de culto divino,
cuya diferencia, disparidad y contradicción aun en cosas de suma
importancia son tan grandes, no pueden ser todas igualmente
aceptables ni igualmente buenas o agradables a Dios.
15. De modo parecido,
la libertad de pensamiento y de expresión, carente de todo
límite, no es por sí misma un bien del que justamente pueda
felicitarse la sociedad humana; es, por el contrario, fuente y
origen de muchos males. La libertad, como facultad que
perfecciona al hombre, debe aplicarse exclusivamente a la verdad
y al bien. Ahora bien: la esencia de la verdad y del bien no
puede cambiar a capricho del hombre, sino que es siempre la misma
y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas. Si
la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad
elige el mal y se abraza a él, ni la inteligencia ni la voluntad
alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su dignidad
natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito
publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario
a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y
amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las
leyes. No hay más que un camino para llegar al cielo, al que
todos tendemos: la vida virtuosa. Por lo cual se aparta de la
norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una
libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda
extraviar impunemente a las inteligencias de la verdad y a las
almas de la virtud.
Error grande y de
muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo
Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de
la juventud y de la familia. Sin religión es imposible un Estado
bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez más de lo que
convendría, la esencia, los fines y las consecuencias de la
llamada moral civil. La maestra verdadera de la virtud y la
depositaria de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que
defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es
ella la que, al proponer los motivos más eficaces para vivir
virtuosamente, manda no sólo evitar toda acción mala, sino
también domar las pasiones contrarias a la razón, incluso
cuando éstas no se traducen en las obras. Querer someter la
Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al poder civil
constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se
perturba el orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo
sobrenatural. Se suprime, o, por lo menos, se disminuye, la
afluencia de los bienes que aportaría la Iglesia a la sociedad
si pudiese obrar sin obstáculos. Por último, se abre la puerta
a enemistades y conflictos, que causan a ambas sociedades grandes
daños, como los acontecimientos han demostrado con demasiada
frecuencia.
Condenación
del derecho nuevo
16. Estas doctrinas,
contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien
público del Estado, no dejaron de ser condenadas por los Romanos
Pontífices, nuestros predecesores, que vivían convencidos de
las obligaciones que les imponía el cargo apostólico. Así,
Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de
agosto de 1832, condenó con gran autoridad doctrinal los
principios que ya entonces se iban divulgando, esto es, el
indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de
conciencia, la libertad de imprenta y la legitimidad del derecho
de rebelión. Con relación a la separación entre la Iglesia y
el Estado, decía así el citado Pontífice: «No podríamos
augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de
los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se
separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del
sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre
ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles,
es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada»(23).
De modo semejante, Pío IX, aprovechando las ocasiones que se le
presentaron, condenó muchas de las falsas opiniones que habían
empezado a estar en boga, reuniéndolas después en un catálogo,
a fin de que supiesen los católicos a qué atenerse, sin peligro
de equivocarse, en medio de una avenida tan grande de errores(24).
17. De estas
declaraciones pontificias, lo que debe tenerse presente, sobre
todo, es que el origen del poder civil hay que ponerlo en Dios,
no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la
razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los
Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un
mismo nivel todos los cultos contrarios; que no debe ser
considerado en absoluto como un derecho de los ciudadanos, ni
como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad
inmoderada de pensamiento y de expresión. Hay que admitir
igualmente que la Iglesia, no menos que el Estado, es una
sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta; y que,
por consiguiente, los que tienen el poder supremo del Estado no
deben pretender someter la Iglesia a su servicio u obediencia, o
mermar la libertad de acción de la Iglesia en su esfera propia,
o arrebatarle cualquiera de los derechos que Jesucristo le ha
conferido. Sin embargo, en las cuestiones de derecho mixto es
plenamente conforme a la naturaleza y a los designios de Dios no
la separación ni mucho menos el conflicto entre ambos poderes,
sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que
han dado origen a entrambas sociedades.
18. Estos son los
principios que la Iglesia católica establece en materia de
constitución y gobierno de los Estados. Con estos principios, si
se quiere juzgar rectamente, no queda condenada por sí misma
ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada contienen
contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con
prudencia y justicia, pueden garantizar al Estado la prosperidad
pública. Más aún: ni siquiera es en sí censurable, según
estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor
participación en el gobierno, participación que, en ciertas
ocasiones y dentro de una legislación determinada, puede no
sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los
ciudadanos. No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia
de ser demasiado estrecha en materia de tolerancia o de ser
enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la
Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino
gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por
esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir
un bien importante o para evitar un grave mal toleran
pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en
el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar
con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe
católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente
San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena
voluntad»(25).
19. Por la misma
razón, la Iglesia no puede aprobar una líbertad que lleva al
desprecio de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la
obediencia debida a la autoridad legítima. Esta libertad, más
que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín
libertad de perdición(26) y el apóstol San Pedro velo de
malicia(27). Más aún: esa libertad, siendo como es contraria a
la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que obra
el pecado, esclavo es del pecado(28). Por el contrario, es
libertad auténtica y deseable aquella que en la esfera de la
vida privada no permite el sometimiento del hombre a la tiranía
abominable de los errores y de las malas pasiones y que en el
campo de la vida pública gobierna con sabiduría a los
ciudadanos, fomenta el progreso y las comodidades de la vida y
defiende la administración del Estado de toda ajena
arbitrariedad. La Iglesia es la primera en aprobar esta libertad
justa y digna del hombre. Nunca ha cesado de combatír para
conservarla incólume y entera en los pueblos. Los monumentos
históricos de las edades precedentes demuestran que la Iglesia
católica ha sido siempre la iniciadora, o la impulsora, o la
protectora de todas las instituciones que pueden contribuir al
bienestar común en el Estado. Tales son las eficaces
instituciones creadas para coartar la tiranía de los príncipes
que gobiernan mal a los pueblos; las que impiden que el poder
supremo del Estado invada indebidamente la esfera municipal o
familiar, y las dirigidas a garantizar la dignidad y la vida de
las personas y la igualdad jurídica de los ciudadanos.
Consecuente siempre
consigo mísma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada,
que lleva a los indivíduos y a los pueblos al desenfreno o a la
esclavitud, acepta, por otra parte, con mucho gusto, los
adelantos que trae consigo el tiempo, cuando promueven de veras
el bienestar de la vida presente, que es como un camino que lleva
a la vida e inmortalidad futuras. Calumnia, por tanto, vana e
infundada es la afirmación de algunos que dicen que la Iglesia
mira con malos ojos el sistema político moderno y que rechaza
sin distinción todos los descubrimientos del genio
contemporáneo. La Iglesia rechaza, sin duda alguna, la locura de
ciertas opiniones. Desaprueba el pernicíoso afán de
revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu
en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento voluntario
de Dios. Pero como todo lo verdadero proviene necesariamente de
Dios, la Iglesia reconoce como destello de la mente divina toda
verdad alcanzada por la investigación del entendimiento humano.
Y como no hay verdad alguna del orden natural que esté en
contradicción con las verdades reveladas, por el contrario, son
muchas las que comprueban esta misma fe; y, además, todo
descubrimiento de la verdad puede llevar, ya al conocimiento, ya
a la glorificación de Dios, de aquí que la Iglesia acoja
siempre con agrado y alegría todo lo que contribuye al verdadero
progreso de las ciencias. Y así como lo ha hecho siempre con las
demás ciencias, la Iglesia fomentará y favorecerá con ardor
todas aquellas ciencias que tienen por objeto el estudio de la
naturaleza. En estas disciplinas, la Iglesia no rechaza los
nuevos descubrimientos. Ni es contraria a la búsqueda de nuevos
progresos para el mayor bienestar y comodídad de la vida.
Enemiga de la inercia perezosa, desea en gran manera que el
ingenio humano, con el trabajo y la cultura, produzca frutos
abundantes. Estimula todas las artes, todas las industrias, y
dirigiendo con su eficacia propia todas estas cosas a la virtud y
a la salvación del hombre, se esfuerza por impedir que la
inteligencia y la actividad del hombre aparten a éste de Dios y
de los bienes eternos.
20. Pero estos
principios, tan acertados y razonables, no son aceptados hoy día,
cuando los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas
de la filosofia cristiana, sino que parecen pretender alejarse
cada día más de ésta. Sin embargo, como la verdad expuesta con
claridad suele propagarse fácilmente por sí misma y penetrar
poco a poco en los entendimientos de los hombres, por esto Nos,
obligados en concíencia por el sagrado cargo apostólico que
ejercemos para con todos los pueblos, declaramos la verdad con
toda libertad, según nuestro deber. No porque Nos olvidemos las
especiales circunstancias de nuestros tiempos, ni porque
juzguemos condenables los adelantos útiles y honestos de nuestra
época, sino porque Nos querríamos que la vida pública
discurriera por caminos más seguros y tuviera fundamentos más
sólidos, y esto manteniendo intacta la verdadera libertad de los
pueblos; esta libertad humana cuya madre y mejor garantía es la
verdad: «la verdad os hará libres»(29).
III. DEBERES DE
LOS CATÓLICOS
En el orden
teórico
21. Si, pues, en
estas dificiles circunstancias, los católicos escuchan, como es
su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con
facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden
teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es
necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y
futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de
estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y
en particular acerca de las llamadas libertades modernas es
menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y
se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra
el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades
engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas
libertades y en las intenciones de los que las defienden. La
experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que
producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan
perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el
arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes. Si
comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con
otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y
abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero
más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que
se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados
por nadie.
En el orden
práctico
22. En la práctíca,
la aplicación de estos principios pueden ser considerados tanto
en la vida privada y doméstica como en la vida pública. En el
orden privado el deber principal de cada uno es ajustar
perfectamente su vida y su conducta a los preceptos evangélicos,
sin retroceder ante los sacrificios y dificultades que impone la
virtud cristiana. Deben, además, todos amar a la Iglesia como a
Madre común; obedecer sus leyes, procurar su honor, defender sus
derechos y esforzarse para que sea respetada y amada por aquellos
sobre los que cada cual tiene alguna autoridad. Es también de
interés público que los católicos colaboren acertadamente en
la administración municipal, procurando y logrando sobre todo
que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo
referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene
a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera
el bien público de cada ciudad. Asimismo, por regla general, es
bueno y útil que la acción de los católicos se extienda desde
este estrecho círculo a un campo más amplio, e incluso que
abarque el poder supremo del Estado. Decimos por regla general
porque estas enseñanzas nuestras están dirigidas a todas las
naciones. Puede muy bien suceder que en alguna parte, por causas
muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en
el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos.
Pero en general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna
en la vida pública sería tan reprensible como no querer prestar
ayuda alguna al bien común. Tanto más cuanto que los católicos,
en virtud de la misma doctrina que profesan, están obligados en
conciencia a cumplir estas obligaciones con toda fidelidad. De lo
contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos
caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer
escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que
redundaría también en no pequeño daño de la religión
cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y
podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que
los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida
política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida
política para aprobar lo que actualmente puede haber de
censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para
hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al
servicio sincero y verdadero del bien público, procurando
infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre
vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.
Así se procedía en
los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas
distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en
pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y
consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente
dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los
emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito,
esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad,
procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a
los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a
retirarse y a morir valientemente si no podían retener los
honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su
conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron
rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en
los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial.
«Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las
islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los
campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el
foro»(30). Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de
profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no
dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya
en la mayoria de las ciudades.
La defensa de
la religión católica y del Estado
23. Es necesario
renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es
necesario en primer lugar que los católicos dignos de este
nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y
aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que
sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en
la medida que les permita su conciencia, las instituciones
públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de
esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los
límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han
de procurar que todos los Estados reflejen la concepción
cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible
señalar en estas materias directrices únicas y uniformes,
porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy
desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo,
la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción
y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble
resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las
prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los
obispos, a quienes el Esfüritu Santo puso para gobernar la
Iglesia de Dios(31). La defensa de la religión católica exige
necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia
de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas
por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la
connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos
enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias
opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de
alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha
injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión
de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones,
entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede
en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de
naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los
cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la
autoridad del hombre independizada de Dios.
Tampoco es lícito
al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera
privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la
autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en
la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el
mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario,
lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo
mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa
alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de
cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de
tal o cual forma de constitución política, está permitida en
estos casos una honesta díversidad de opiniones. Por lo cual no
tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte
conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las
enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave
porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos
dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de
violación o de sospecha en la fe católica, cosa que
desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre
presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los
periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que
están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para
las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino
que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por
conseguir el propósito que los une: la salvación de la
religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido
alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el
olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna
injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla
con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de
supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los
católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero,
ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los
principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio
posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a
causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.
24. Estas son,
venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente
dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la
constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias
del ciudadano.
Sólo nos queda
implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios
que El, de quien es propio iluminar los entendimientos y mover
las voluntades de los hombres, conduzca al resultado apetecido
los deseos que hemos formado y los esfuerzos que hemos hecho para
mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como
auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra
paterna benevolencia, os damos en el Señor, con el mayor afecto,
nuestra bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos,
al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra
fe.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885,
año octavo de nuestro pontificado.
Notas
1. Rom 13,1.
2. Sab 6,7.
3. Rom 13,1.
4. Rom 13,2.
5. Jn 20,21.
6. Mt 28,20.
7. Jn 10,10.
8. Mc 16,15.
9. Mt 16,19.
10. Jn 21,16-17.
11. Lc 22,32.
12. Mt 28,18-20.
13. Mt 18,17.
14. 2 Cor 10,6.
15. 2 Cor 13,10.
16. Hech 5,29.
17. Rom 13,1.
18. Teodosio II Carta
a San Cirilo de Alejandría y a los obispos metropolitanos:
Mansi, 4,1114.
19. San Agustín, De
moribus Ecclesiae catholicae 1,30: PL 32,1336.
20. San Agustín, Epist.
138 ad Marcellinum 2,15: PL 33,532.
21. Vives de
Chartres, Epis. 238: PL 162,246.
22. Véase la Enc. Libertas
praestantissimum, de 20 de junio de 1888: ASS 20 (1887-1888)
593-613.
23. Gregorio XVI,
Enc. Mirari vos, 15 de agosto de 1832: ASS 4 (1868) 341ss.
24. Véase Pío IX, Syllabus
prop.19,39,55 y 89: ASS 3 (1867) 167ss.
25. San Agustín, Tractatus
in Io. Evang. 26,2: PL 35,1607.
26. San Agustín, Epist.
105 2,9: PL 33,399.
27. 1 Pe 2,16.
28. Jn 8,34.
29. Jn 7,32.
30. Tertuliano, Apologeticum
37: PL 1,462.
31. Hech 20,28